Con Mario Draghi al frente, el hombre que, junto a Gordon Brown, salvó el euro y por ende a la Unión, Italia se apresta a recuperar su centralidad en Europa. Tras décadas y décadas de parálisis política y económica, Draghi se dispone a acelerar las reformas que le permitan capitalizar la llegada masiva de fondos europeos. No debemos olvidar el papel que desempeña el prestigio en la confianza de los pueblos. El prestigio los sitúa en el tablero internacional y la confianza atrae la inversión, dinamizando así la economía. La gran ventaja de Italia es la potencia de su industria en el norte del país, que nunca fue desmantelada, a diferencia de lo que sucedió en España. La industria supone innovación, trabajo de calidad y formación profesional; know how en definitiva. En Italia, además, el desplome educativo no se ha producido con la misma intensidad que en nuestro país. Para entendernos, Dante sigue teniendo allí un peso que aquí han perdido ya Cervantes, fray Luis de León o Ausiàs March. La universidad (y el bachillerato) más el músculo industrial, unidos a la tradicional habilidad florentina en el manejo político de los tiempos, la llegada de Draghi y la despedida del Reino Unido favorecen el momento italiano. Sin los británicos, Europa necesita más a los italianos –y, para ser justos, también a los españoles–, algo que Roma sabe y aprovecha en consecuencia. Su alianza con París desplaza el tablero de la Unión hacia el sur –¿dónde ha estado Pedro Sánchez?–, a la espera de que el nuevo canciller alemán se muestre más flexible con las políticas pro crecimiento que demanda el Mediterráneo.
El contraste con España resulta evidente. Sánchez accedió al gobierno con una apuesta por la imaginación. Su primer ejecutivo, a diferencia de los de Rajoy, ofrecía una rara mezcla de nombres nuevos y de profesionales ajenos a la política de partido. El prestigio de algunos parecía indudable. Y la apuesta por la modernización también lo parecía. No sólo prometía más diálogo para afrontar el conflicto territorial, sino sobre todo más audacia para encarar los desafíos de la globalización. El malestar en Occidente puede analizarse de muchos modos, pero todos comparten un diagnóstico similar: el retorno a las identidades como consecuencia del deterioro del bienestar colectivo y la ausencia de referentes. Un país en crecimiento se comporta de un modo distinto a otro que mantiene de forma crónica niveles estructuralmente elevados de desempleo. La modernización que prometía el sanchismo no podía limitarse a las costumbres o a las leyes cívicas –como sucedió con Zapatero–, sino que también debía incluir el dinamismo empresarial, la innovación científica, el modelo laboral, el funcionamiento del Estado del bienestar, la política exterior, el reequilibrio social y territorial. Al final, una sociedad sana necesita puertos de destino, objetivos medidos y alcanzables, pequeñas mejoras del día a día. ¿Qué ha sucedido? Nada de eso. Al contrario, el gobierno va a salto de mata, con dos únicas prioridades: la insistencia en un relato divisivo que permita al PSOE reforzar sus alianzas y la utilización los fondos europeos para dopar la economía sin afrontar ninguna reforma seria. Que la mayoría de este dinero vaya a destinarse a las empresas cotizadas no parece escandalizar a nadie.
El contraste entre Italia y España sirve para recordarnos la importancia de las buenas políticas, de la confianza institucional y de los distintos candidatos que entran en liza. De las políticas opuestas, bien poco podemos esperar.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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