Frente al sinsentido de la vida, el corazón y la memoria del hombre nos recuerdan el valor de las horas
Precisamente porque a todos nos han desnudado y dejado a la intemperie, tiritando y enfebrecidos en el relente de la noche, puede estar llegando a su final el ciclo natural del nihilismo. Al menos, esta es la atrevida tesis que defiende el filósofo italiano Costantino Esposito en El nihilismo de nuestro tiempo, publicado entre nosotros por la editorial Encuentro. Consciente de que un relato vale más que cualquier dogma –o, mejor dicho, que un relato influye más en la sociedad que una idea–, Esposito se vale de narraciones, novelas, películas y series de televisión –en definitiva, de la panoplia habitual de la cultura contemporánea– para indagar la trayectoria de nuestra sociedad desde que el poeta romántico Jean Paul soñó la pesadilla de la muerte de Dios y desde que Friedrich Nietzsche decretó en la plaza pública el fin de la metafísica. Para inaugurar su reflexión, Esposito acude a una conocida novela de Cormac McCarthy, La carretera, para constatar la importancia del corazón –símbolo universal del amor y la memoria– en la relación que establecen un padre y su hijo en el marco de una road novel ambientada en un paisaje devastado, en un lugar y un tiempo sin futuro ni esperanza. «Allí donde todo parece cenizas –los árboles, las casas e incluso el coraje de vivir–, poco a poco se revela que aquello que resiste y que permite seguir adelante –no solo por el instinto de supervivencia, sino por el deseo y la esperanza– es el corazón de ambos», sostiene el filósofo de Bari. Y prosigue: «McCarthy resuelve toda la tensión de la historia de estas vidas encontrando en la memoria de los hombres –o mejor, en la memoria de lo humano– la clave del futuro. Esta memoria no evoca ninguna cuestión particular del pasado, sino que es como una huella, casi como un fósil que se reanima, que vuelve a la vida. Consiste en el volver a escuchar, en medio de lo que acontece, la promesa tenue e indestructible que habita en nuestra conciencia y en nuestro mismo cuerpo».
En cierto modo, se diría que es así. El cuerpo nos recuerda que somos y que ese ser no pertenece a la nada ni a la muerte. La memoria, a su vez, nos remite a nuestra filiación: somos hijos y, por tanto, hemos sido amados intensamente por nuestros padres y lo seguimos siendo. Ese amor previo, que nos ha creado y nos ha ayudado a crecer y a madurar, es lo que hace posible la esperanza. Al ser acogidos, aprendemos a acoger. Al ser auxiliados cuando nos caemos, aprendemos a ayudar en la debilidad. Al ser amados, amamos. Al confiar en nosotros, confiamos en los demás y nos convertimos en hombres de palabra. La memoria nos proporciona también un hilo de continuidad que no se agota en nuestros padres y abuelos, sino que se prolonga hacia toda la historia en su conjunto. «¿Es capaz un ser humano, consciente de la eternidad que hay a sus espaldas y delante de él, de apreciar completamente el valor de la hora que pasa?», se preguntaba Karen Blixen en su fascinante Daguerrotipos y otros ensayos (Ed. Elba, 2021). Apreciar el valor de la hora que pasa es la realidad que se impone a la falta de sentido que corroe nuestra cultura contemporánea. Esta es la tesis de Esposito, brillantemente formulada en un libro que reivindica el valor de la vida buena frente a las sombras heladas de un nihilismo que no cree en nada ni en nadie. Y que lo único que puede ofrecer es muerte y desolación.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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