Las anécdotas iluminan a menudo la realidad. Hoy he recordado una de mi infancia. Tendría yo diez u once años, cuando a casa llegó un lejano familiar argentino del que nunca había oído hablar. Mi abuelo solía visitar la Argentina una vez cada cuatro o cinco años y supongo que, en uno de aquellos viajes, le habría invitado a conocer España. Pero nuestro pariente no vino a hacer turismo, sino a buscar trabajo. Hablo de los años ochenta, algo antes de nuestro ingreso en el Mercado Común. Los malos datos económicos concretaban en forma de desempleo, inflación y déficit los duros ajustes necesarios para nuestro ingreso en Europa. Felipe González había llegado al gobierno con la promesa de crear ochocientos mil puestos de trabajo y, en aquella legislatura, se destruyeron precisamente ochocientos mil: el reverso de su programa electoral. La anécdota, sin embargo, no es esta –aunque podría serlo–, sino el motivo de la visita que alegaba nuestro invitado: por la mañana trabajaba en una sucursal bancaria de Buenos Aires, por la tarde ejercía de preparador físico en un club de fútbol y por la noche llevaba alguna que otra contabilidad en b. Tres trabajos que no le permitían mantener a su familia. Recuerdo que me impresionó mucho lo de los tres empleos. En casa, entraba un solo ingreso y nos daba para vivir con relativa holgura, sin deudas ni excesivos aprietos; y yo me preguntaba cómo era posible que, con tres sueldos, aquel hombre no pudiera llegar a fin de mes. Eran, claro está, pensamientos infantiles pero que sembraron en mí un cierto temor a la pobreza y un instintivo rechazo a los efectos de la inflación que carcome los ahorros y cualquier salario.
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