El futuro exige un determinado coraje capaz de inspirar el presente. El pasado, en cambio, es un ámbito cerrado que se visita una y mil veces para hacerle decir cosas distintas. «El poder del futuro –sostenía el sabio rabino Jonathan Sacks– reside en que transforma nuestra comprensión del pasado». A veces justamente, otras no. En ocasiones, bajo la excusa de la justicia se oculta más bien una dialéctica de poder, una renovada gramática de dominación. Algo de eso vivimos hoy en día, cuando se pretende que nos giremos contra el relato que nos legaron nuestros padres. El conocido pasaje del Éxodo en el que Dios le dice a Moisés que podrá ver su espalda pero no su rostro nos sugiere –según propone Sacks– que sólo releyendo una y otra vez el pasado reconocemos el perfil afilado del presente. ¿Cuánto debe nuestra difícil convivencia política a la liquidación por derribo del mito fundacional de nuestra democracia? Y, a la inversa, ¿cuánto de la prosperidad que disfrutamos hace unas décadas, incluso en medio de grandes dificultades, fue la lógica consecuencia de reconocer el coraje que tuvieron nuestros padres? Se diría que la división acerca de nuestro pasado conduce a la fractura moral e ideológica y a un debilitamiento de nuestra experiencia de lo común.
El lugar de los padres

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