Hay una escena memorable en la vida de Franz Jägerstätter, que Terrence Malick recoge en su película Una vida oculta. Detenido y torturado por los nazis, sus verdugos le propusieron que firmase el documento de afiliación al partido. «¿Por qué debería hacerlo?», preguntó desafiante el campesino austríaco. «Porque si firmas, serás un hombre libre», le replicaron. «Yo ya soy un hombre libre», contestó Jägerstätter. Es una respuesta que derriba muros y se aferra a la conciencia propia: no hay libertad desligada de la verdad. No la hay, porque la expresión lógica de su libertad –de nuestra libertad– es el hecho de que la conciencia personal no se vea silenciada. Esta es la lógica de la libertad (incluso etimológicamente, puesto que lógica proviene de logos, palabra): que nuestras voces sean oídas y respetadas en el debate público. Lo contrario, el acatamiento propio de la cancelación, el totalitarismo violento que no admite la discrepancia, destruye completamente la identidad de la persona. El requisito para mantener esta costosa libertad pasa por aceptar el sacrificio que exige el coraje, como prueba Franz Jägerstätter, testigo y mártir del siglo XX. No resulta una tarea fácil, desde luego.
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