Son muchas cosas las que sabemos sobre la educación. Conocemos el valor de la virtud, que es consecuencia del esfuerzo sostenido en el tiempo. Conocemos también la urgencia de la alfabetización, que no consiste sólo en aprender a leer, sino en aprender a leer bien. La lectura es el trabajo de una vida, una disciplina placentera y arriesgada que revela sus arcanos con la constancia de los días. La ciencia –vivimos un tiempo que idolatra los datos– avala esta hipótesis: para el informe PISA, ningún factor predice el éxito académico con mayor fiabilidad que el número de horas que los padres dedican a leer en voz alta a sus hijos en edades tempranas. Diríamos que, a los cuatro o cinco años, se escribe el alfabeto de la vida adulta. La evidencia de que los libros son los grandes olvidados en la mayoría de colegios españoles debería hacernos pensar. Me pregunto en qué puede consistir una educación de los sentimientos y las emociones si no se acude al acervo narrativo de la buena literatura. Mi respuesta es que en un sucedáneo de la ideología, esa fábrica de lugares comunes.
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