Foto: «Sergiu Celibidache» Foundation
Cuando el 14 de agosto de 1996 falleció el director de orquesta Sergiu Celibidache en su molino de La Neuville-sur-Essonne –este sábado se cumplirán los 25 años–, nuestro añorado José Luis Pérez de Arteaga le despidió en Radio Clásica definiéndolo como «el mayor artista vivo de los últimos cincuenta años».
Por entonces, el mito Celibidache se movía en el ámbito de la leyenda. Su rechazo a los registros fonográficos –de los que decía que eran como «hacer el amor con una fotografía de Brigitte Bardot»– y su carácter explosivo le emplazaban entre las brumas de lo exótico y la genialidad. Los melómanos de los noventa coleccionábamos sus discos corsarios, editados en Croacia o Italia, con orquestas ignotas, de cuarta o quinta categoría algunas de ellas. El mito Celibidache se sustanciaba en esa lejanía, en el fervor creyente de sus seguidores –que rozaba en muchos casos la idolatría– y en el asombro sonoro. Incluso aquellos cedés piratas permitían vislumbrar el sello de un músico que, aunque inserto en una línea determinada –la alemana de Furtwängler–, se situaba sin embargo fuera de cualquier tradición conocida. Tras los orígenes dionisíacos del Berlín de la inmediata postguerra y el equilibrio perfecto de la década de los setenta (se diría que, entre 1975 y 1985, asistimos al momento de mayor esplendor clásico del maestro rumano), sus años finales en Munich nos ponen ante un director situado más allá del tiempo, cuyas interpretaciones contemplativas e icónicas, profundamente introspectivas, de un sonido llameante, suscitan inmediatamente amor o rechazo. Lento, aburrido y solemne para unos; definitivo e irrepetible para otros, ¿quién era Celibidache? A los veinticinco años de su muerte, no lo sabemos: un misterio, sin duda. Pero, en efecto, todo artista verdadero responde a la llamada de un misterio que le sobrepasa.
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