David Brooks reflexionaba hace unas semanas en The New York Times acerca del renacimiento de América. Se trata de una tesis curiosa, sobre todo si pensamos que el indiscutible poder estadounidense en campos como el económico, militar o científico coincide con un alarmante hiperendeudamiento; o que sus experimentos monetarios chocan con la fractura ideológica y social que padecen, y con una peligrosa escalada en la cultura de la cancelación, que tanto ha dañado el debate político. Más prudente, Bruno Maçães ha observado que la marcha de Afganistán pone en evidencia los límites del poder americano: «Washington –escribe– ha mostrado en las dos últimas décadas que ya no es capaz de imponer un orden político fuera de sus fronteras». Lo cual, evidentemente, beneficia a China (¿podrá Pekín establecer una alianza sólida en la región con Pakistán, Irán y Afganistán?) e indica también cierta ausencia de realismo. La realidad se impone siempre, según un viejo principio que haríamos mal en olvidar. La realidad se impone a nuestro pesar, nos guste o no. Otro tema bien distinto es cómo se crea esta realidad. Para los positivistas, ya se sabe, no hay nada fijo ni definitivo.
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