Camino de Santiago me encontré con un ramo de flores artificiales junto a una lápida. Un anciano rezaba por su mujer.
–Vengo todos los días a verla –me dijo el buen hombre–. Le prometí que no la abandonaría.
Mi padre ha hecho lo mismo todos estos años, semana tras semana, regando de flores y recuerdos la tumba de mi hermano. Pero ahora hablo de hace casi treinta años, cuando yo estudiaba en la universidad y el futuro surgía desbrozado, limpio de miedos y angustias. Andaba por el norte de España, solo y a pie, el pelo corto, una gorra de béisbol verde y una vara de avellano, nudosa y austera, que me servía además para ahuyentar a los perros. Me gustaba aquel sitio, que parecía repudiado por los hombres. No era un lugar hermoso, a pesar de su exuberante verdor, sino el preludio de una vida, la memoria conservada del futuro. La memoria, lo he dicho ya en alguna ocasión, no pertenece en exclusiva al pasado, sino que también se dirige hacia el futuro. Quiero decir que se recuerda aquello que va a suceder; aunque yo entonces lo ignoraba. Ignoraba el olvido, por ejemplo, ignoraba la ausencia.
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