Llegó el día de la vacuna con un sol caído, mortecino, y una humedad asfixiante. El viejo hipódromo de la ciudad, ahora reacondicionado como centro de vacunación masiva, funcionaba con precisión suiza. La larga cola avanzaba sin pausa a las tres de la tarde, entre la relativa inquietud de los primerizos y la tranquilidad de los veteranos. Unos pocos intentaron saltarse el orden de la fila con la excusa de haber sido convocados a la línea dos en lugar de a la uno, pero rápidamente el personal de seguridad los invitó a regresar a su lugar correspondiente. La mayor duda que teníamos los convocados –la primera remesa de menores de cincuenta años– era qué vacuna nos pondrían: si Pfizer, Moderna o Janssen. Cada una va asociada a una mitología particular en nuestro imaginario colectivo, si bien la de Pfizer –de diseño alemán– y la de Moderna –estadounidense– se definen como la tecnología del futuro. Al final me correspondió Moderna, aunque estadísticamente era la más improbable, ya que sus dosis llegan a España en cuentagotas. Fue un pinchazo rápido, apenas perceptible, al que siguió una cita para dentro de veintiocho días y una corta espera de quince minutos para descartar alguna reacción alérgica. No tuve efectos secundarios, más allá de un poco de fiebre al día siguiente –hasta 37,7, algo no inusual en mí– y un dolor persistente en la zona del pinchazo, como una contractura, que fue desapareciendo a las veinticuatro horas. Sería el ARN que penetraba en el cuerpo, me imagino.
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