En España, hace veinte años, acababa de aterrizar el euro –ese gran éxito colectivo– y los medios internacionales se referían a nosotros como los nuevos conquistadores. La coyuntura sonreía a un país que aspiraba a ocupar un lugar central en el directorio europeo y a convertirse en la Baviera del Mediterráneo. En aquel tiempo, pocos de nuestros académicos ponían en duda las ventajas de haber abandonado la soberanía monetaria. La economía crecía a un ritmo vertiginoso, se cuadraban las cuentas públicas y la caída de los tipos de interés producía una irrefrenable euforia: todo parecía posible.
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