No sé dónde leí que la vacuna contra el coronavirus de Moderna se había diseñado en apenas dos días –casi como si se tratara de un juego de programación informática–, una vez que se localizó el objetivo al que atacar. Décadas de trabajo en la tecnología del ARN mensajero daban su fruto, al fin y al cabo, en unos cuantos días: el tiempo necesario para traducir a un nuevo lenguaje las directrices de defensa inmunológica. Los expertos hablan del ARN como uno de los grandes saltos médicos de esta década, que permitirá tratar de la malaria a la gripe y a distintos tipos de cáncer. Para los que padecemos de analfabetismo científico, no sé si nos sorprende más la tecnología en sí o el hecho de que consista en un lenguaje y que nuestras células –nuestro cuerpo en definitiva– respondan a un mensaje cifrado en un código. Somos seres lingüísticos y hay algo asombroso en ello. Los romanos –nos cuenta Pascal Quignard– temían la letra Z, a cuyo sonido, que sugiere el chirriar de dientes, asociaban el terror de la muerte. Apio Claudio propuso incluso su erradicación del abecedario, ya que le hacía pensar en la dentadura de una calavera a punto de morder. Roma miró a otro lado, aunque se tomó lo suficientemente en serio la sugerencia de Apio como para relegar la Z al último lugar desde la posición central que ocupaba en el alfabeto griego. Se diría que ninguna letra es inocente.
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