Hay una luz sedimentada por la memoria que hace posible la belleza. Los griegos se referían a las nueve musas que formaban el séquito de Apolo, dios del equilibrio y el arte, de la música y el orden clásico. Las musas, cuyo canto inspiraba a los artistas, eran hijas de Zeus, un dios olímpico, y de Mnemósine, una titánide que representaba el poder fundacional de la memoria. La creación artística tenía, por tanto, algo a la vez de divino y de humano, de original y de heredado. Siglos más tarde, ya en el Renacimiento, un ilustre florentino, Nicolás Maquiavelo, cifró en la lectura de los libros antiguos y la experiencia de las cosas modernas la clave que ilumina los resortes de la educación política. No hay nada nuevo sin lo viejo, nada que se sustancie en el vacío de la conciencia. Muy astuto, el politólogo Pierre Manent ha observado que, en el origen de la escuela republicana –ese ideal de la razón ilustrada–, subyace una fe casi indestructible en las bondades de la aristocracia del espíritu, en la medida en que se comparte con toda la ciudadanía. Educar para la democracia significaría, en este sentido, reconocer en la excelencia el fermento común de la vida buena. Un ejemplo lo encuentra Manent en el estándar de la gramática francesa, que se formó a partir de los modelos intelectuales y literarios de la corte del Rey Sol, a fin de que el pueblo hablara con la precisión y la elegancia de un monarca, y no a la inversa. De hecho –subraya Manent–, la etimología francesa de la palabra élève (alumno) proviene del verbo élever (elevar), sugiriendo así la noción de mirar hacia arriba, de maravillarse ante los grandes logros de la humanidad –ya sea en literatura, pintura, música o ciencia– y ante las proezas de una vida ejemplar.
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