Paradójicamente, 1989 trajo el final de la Historia y el inicio de una nueva historia, que no es 2001 –con el choque de civilizaciones anunciado por el atentado de las Torres Gemelas–, sino el origen de nuestra crisis actual. 1989 vio la caída del comunismo soviético, con el correlativo triunfo –que parecía indiscutible entonces– de la democracia liberal, ya fuera en su vertiente anglosajona o en la continental europea. Durante algo más de una década, se diría que el sueño kantiano de una paz perpetua, basada en un curioso equilibrio de la democracia, pareció posible. Como proyecto, la UE podía presumir de una singular superioridad moral, irritante desde fuera pero imperceptible desde dentro: un amplio Estado del bienestar, progresismo moral, políticas medioambientales avanzadas, ayuda al desarrollo y, sobre todo, cooperación entre países en lugar de la tradicional dialéctica amigo-enemigo.
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