Para los que nacimos en la década de los setenta, el ciclismo llegó a nuestras vidas como un cometa caído del cielo. El deporte se reducía al perímetro de un campo de fútbol o quizás -como era mi caso- al de una cancha de tenis, pues mi madre es sueca y aquellos eran los años en que Björn Borg inauguraba la estética IKEA. Pero el ciclismo nos resultaba desconocido y lo fue hasta que, a principios de los ochenta, el televisor empezó a regalarnos las etapas del Tour y de La Vuelta, con nombres –ahora ya míticos– como los de Ángel Arroyo, Perico Delgado, Alberto Fernández, Álvaro Pino, Vicente Belda o Marino Lejarreta, que sustituían en el imaginario de los aficionados españoles los de Bahamontes, Ocaña, Poblet, Julio Jiménez o del genial Tarangu. Fue la televisión la que suscitó este fervor (recuerdo que las primeras etapas que vi fueron las del Tour en el que Ángel Arroyo quedó segundo, y La Vuelta que perdió Alberto Fernández frente a Éric Caritoux); pero sobre todo fue la radio, hora a hora en los boletines informativos, con aquel inolvidable «¡adelante, compañeros!» y la voz inconfundible de Javier Ares en Antena 3 retransmitiendo las etapas.
El hombre que habitaba consigo mismo


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