La España de la pasada década era un país que todavía conservaba un ritmo interno. La crisis del 2008 había demolido las grandes apuestas económicas de finales de los noventa y principios del dos mil, orientadas a la construcción, la inmobiliaria y la banca. Era un crecimiento con esteroides, que se beneficiaba de los bajos tipos de interés, los fondos europeos, la rápida normalización ante un relativo atraso secular y lo que ahora podríamos denominar la «moda España». Porque, en efecto, España fue el alumno ejemplar del fin de la Historia pronosticado por Fukuyama, el estudiante de nota que brillaba en una Europa del Sur ya entonces aquejada del mal de la baja productividad. En nuestro país, sin embargo, estaba todo por hacer y todo se quería hacer rápido y se pensaba que bien. 2008 acabó con la Florida del Mediterráneo –como algunos nos llamaban– y quedó un solar endeudado, una casa en ruinas.
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