Una idea central recorre el reciente libro que José Antonio Zarzalejos dedica a nuestro rey, don Felipe VI: la Corona permanece indisolublemente anudada a la letra y al espíritu de la Constitución. Se diría, entonces, que la Carta Magna ejerce un papel similar a la famosa recomendación del santo de Loyola: «En tiempos de desolación no hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación». Recomendación que José Antonio Zarzalejos recoge a través de una cita del magistrado del Tribunal Constitucional Pedro González-Trevijano, aplicada a don Felipe: «Cuando tengo una duda me agarro al cuello de la Constitución y no lo suelto». Sin duda, esa íntima unión de la monarquía con la democracia parlamentaria, y de la Corona con los derechos y las libertades de los españoles, constituye la más alta misión del monarca, tanto por su valor ejemplar y simbólico –que sitúa al rey fuera de la pugna partidista– como por su carácter moderador y por la necesaria mirada a largo plazo de quien cuenta el tiempo por siglos. Sin embargo, en el caso de don Felipe –debido a la extrema intensidad de su reinado–, quizás pueda decirse lo contrario: que ha visto pasar siglos en pocos años.
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