En una ocasión, al abba Antonio le elogiaron las virtudes de un hermano monje. El sol, en el desierto, brilla alto y ninguna sombra permanece, pensó el anacoreta egipcio. Me agradaría conocerlo, dijo. Pero, por supuesto, a continuación se preguntó si es posible encontrar a alguien que carezca de sombras. Lo dudaba porque había sondeado tantas veces su propia alma que sabía cuál es el peso de las riquezas. Mientras esperaba la llegada de aquel hermano, se recogió en su celda y recordó que, una vez en Alejandría, vio hundirse un barco sobrecargado de oro y joyas en la bocana del puerto. ¿Qué dicen esos pensamientos de nosotros?, se preguntó. Cosas ya sabidas, fue su respuesta. Entre los monjes circulaban los avisos de santa Sinclética, donde se les alertaba de la falsa gloria: «Lo mismo que un tesoro descubierto enseguida desaparece, así también cualquier virtud queda destruida cuando se hace notar o se hace pública. Como el fuego deshace la cera, así también la alabanza hace perder al alma su vigor y la energía de las virtudes». Afuera el sol lucía en su cénit, aunque pronto fuera a llover. Antonio lo sabía –eso sí lo sabía.
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