Por debajo de la superficie, empiezan a sucederse pequeños movimientos sísmicos cuyos efectos en el ánimo general son difíciles de predecir. En Palma, por ejemplo, un grupo de restauradores se manifestó contra el Govern, reclamando la reapertura de sus negocios o, al menos, cuantiosas ayudas económicas que garanticen su viabilidad. Se diría que, más que las interpretaciones ideológicas, la anécdota sirve para iluminar la realidad. De mutación en mutación, la crisis sanitaria desemboca en una crisis de gestión y, peor aún, en un shock moral que puede poner en duda los cimientos de nuestro sistema. En un interesante artículo publicado el pasado viernes en este mismo medio, mi compañera Victoria Carvajal sugería que, ante los datos que vamos conociendo, «no hay que descartar que un agravamiento del malestar social mute en una crisis de los fundamentos liberales sobre los que se asientan las democracias avanzadas». De hecho, no hay que descartarlo porque de la pandemia vamos a salir con un paisaje civil completamente distinto al que conocimos en las últimas décadas del pasado siglo. Un escenario para el que, de entrada, no sé si estamos preparados.
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