Recuerda Jiménez Lozano en Evocaciones y presencias, su dietario póstumo, que «para Walter Benjamin ya no había nada que contar, porque la Historia ya había acabado o acabaría pronto con la revolución y la instalación de la justicia en ella, y los hombres ya no tenían que recordar su pasado de tiniebla y servidumbre». Benjamin, marxista herético, pensaba en una especie de redención política que tendría mucho de mesiánica, como sucede prácticamente con la mayoría de utopías. De su pensamiento sigue conmoviéndonos –además de su inteligencia diamantina– la presencia central de las víctimas inocentes, que constituyen la auténtica clave de bóveda de la justicia. Dar voz a los olvidados, preservar su memoria, convertirlos en uno de los criterios de la verdad humana: todo ello está presente en Benjamin y nos continúa apelando frente al cinismo hipócrita de los poderosos del mundo. Pero, junto a esa memoria legítima e irrenunciable del dolor humano, debería darse también una memoria del bien acumulado o, lo que es lo mismo, el recuerdo agradecido de las múltiples tradiciones que nos han enriquecido. Sin esa gratitud propia de quien se sabe hijo, tampoco hay redención posible. El dolor exige el perdón mutuo si no quiere terminar cediendo al resentimiento o, más bien, al nihilismo. Dicho de otro modo, el resentimiento no es el motor de la esperanza sino su reverso sombrío, su negación misma.
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