Como metáfora o figura las islas son, desde la Antigüedad, lugares de benevolencia o misterio, paraíso o ensoñación utópica. Es su fama ser espacios fuera del mundo y de la historia, donde la norma queda en suspenso y las fatigas del día prescriben. Ese antiguo prestigio es hoy sólida ventaja comercial: la isla es el lugar del ocio por antonomasia, tebaida recreativa del turista. Y yo, que vengo de tierras de interior, con cielos como mares sin orillas, a menudo he sentido, a riesgo de incurrir en idealizaciones que harían sonrojar a un isleño, envidia o añoranza de la condición insular, que se sueña tan grata desde el continente.
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