Todo proceso educativo es una forma de arraigo que mira hacia un horizonte. Por un lado, echa raíces en un suelo que se pretende fértil y, por otro, busca dar frutos en un hombre nuevo, logrado. Sus fracasos son los fracasos de la Historia, la constatación de que cambiamos mucho más lentamente de lo que desearían los reformadores, más allá de que cada pocas décadas surjan crisis cíclicas anunciando el final de un mundo caduco y el comienzo embrionario de la utopía. Supongo que vivimos uno de esos momentos. Entre 1968 y 2020 median cincuenta años que ciñen, de acuerdo a la tesis de Peter Turchin, los ciclos naturales de estabilidad e inestabilidad. De ahí también la trascendencia de la guerra cultural. Los conservadores anhelan preservar un edificio de afectos: los últimos restos de la dañada estructura familiar, cierta noción de honor y lealtad, algunas músicas y algunos libros, un espacio y un tiempo más o menos seguros y acogedores.
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