El jardín de la Tora (Exposición Marcelo Fuentes, Jardín Botánico Valencia)

por | Nov 3, 2020 | Animal Social | 0 Comentarios

Texto para el catálogo.

Querido Marcelo:

En el inicio de la Torá hebrea se desvela un mundo exuberante y apacible, dotado de un extraño brillo. El hombre y la mujer –Adán y Eva– conviven en paz con los animales, las plantas conceden generosamente sus frutos y el canto de los pájaros celebra la belleza desnuda de la creación. El jardín del Edén parece desconocer la violencia de la Historia, las pasiones ocultas en nuestros genes, el reverso oscuro de la vida, las sombras de la conciencia. ¿Dónde asoma la gramática imperfecta del futuro: la experiencia del Holocausto, la lava de los volcanes, la furiosa insistencia de las plagas, el sabor de la sangre que define la supervivencia de las especies? En efecto, el jardín mantiene una paz provisoria llamada a no perdurar. Al cabo de poco tiempo, la naturaleza se revuelve contra sí misma en forma de tentación, desobediencia y pecado. Hay algo inquietante en esa narración mítica: no sólo Dios crea el mundo, sino que el hombre y la mujer –la primera pareja– participan de ese destino haciendo caer la creación y sumiéndola en un despeñadero de muerte y destrucción. La doble rebeldía de los ángeles y los hombres provoca el ocaso de los primeros dioses y el ensimismamiento del paraíso, dando inicio al giro cruento de la Historia. El Angelus Novus de Paul Klee, iluminado por Walter Benjamin, nos muestra el asombro divino ante esa profunda fractura que resquebraja el tiempo: son los escombros del pasado los que abren la puerta al futuro.

Con la naturaleza caída, el jardín pasa a convertirse en un eco de la eternidad, en una especie de imagen platónica de la perfección anhelada. El hombre, que ha destruido el equilibrio, busca ahora reconstruirlo. Es una labor que compete también al arte, como bien sabes. Quizás deberíamos fijarnos en la genealogía de las palabras, en su íntima conexión con el sentido. En uno de sus libros –no recuerdo ahora si en los Pequeños Tratados, escribo de memoria–, el escritor francés Pascal Quignard reflexiona sobre un campo léxico que va de la palabra paz a país y de pago a página. Al leerlo, uno no puede dejar de pensar en la antítesis del Edén: en donde el hombre sembró la destrucción busca ahora –con su esfuerzo, con su trabajo– restituir el orden. El pago es la tierra cultivada, delimitada, que ofrece sus frutos con regularidad. La página es también la escritura domesticada, línea a línea, dentro de unos márgenes, deudora de las reglas del lenguaje. El pago y página son la cultura que asienta las civilizaciones y hace posible la existencia de los países y de la paz, conteniendo la visceralidad de la condición humana y la salvaje dentadura de la naturaleza.

Contemplo tu pintura Marcelo y pienso en ello. Pienso en los pagos y en las páginas, en los ángeles zoroástricos y en el azul intenso del arte shií, que asocio a los persas y, por tanto, también al Edén. Lo hago porque la espiritualidad es la marca de tu obra; no una espiritualidad verbal, manifiesta, dogmática, sino retraída y pudorosa como quien se atreve a entornar una puerta secreta y a mirar más allá de lo conocido hasta adentrarse en el interior de los objetos, donde se oculta el alma. «Entonces –escribe Ernst Jünger en El libro del reloj de arena– ese objeto nos revela sus secretos; y si tenemos paciencia, hallaremos que un secreto sigue al otro. Aun la flor más pequeña tiene raíces en lo infinito y lo que las descubre es la afición que sentimos por ella. Lo inaparente de las cosas es sólo un velo que las disimula». O las recubre, claro está. Porque hablamos también de una atmósfera que invita a la conversación bajo una luz nueva que a la vez admite tintes crepusculares, muy antiguos, anteriores al inicio del tiempo de la violencia.

El paisaje cultivado, el huerto y el jardín, pero también la pintura, el arte, la música, la poesía, constituyen un desafío a la caída. Así concibo tu obra, Marcelo, como un testimonio sellado del orden íntimo de las cosas. «¿No ocurrirá –prosigue Jünger– que detrás de todo ese trajín en que estamos inmersos existe una realidad por completo diferente, algo auténtico que nosotros mismos desconocemos o que tan sólo se nos allega en ambientes o en estados de ánimo especiales, clarividentes?». Hay una melodía aquí secreta –en tus acuarelas, en tus óleos y tus dibujos– que responde a la naturaleza de las cosas y me que sugiere no sólo una sensibilidad, sino también una educación y quién sabe –sólo tú me podrías responder– si una infancia.

Se ha dicho, creo que con razón, que la infancia es nuestro particular jardín del Edén, el paraíso que nutre el resto de nuestras vidas. Mentiría si te dijese que mi niñez responde al perímetro de un jardín, pero no si te hablara del campo. Los veranos con mis abuelos, bajo los almendros y naranjos, me retrotraen a ese mundo antiguo que cantaron los poetas latinos. Ahí encuentro la sombra refrescante de los pinos, el sonido de las chicharras, el discurrir disciplinado de las hormigas, el zumbido de los mosquitos, la luz de las estrellas al anochecer, la manzanilla silvestre y el tomillo, la era polvorienta, y tantas tardes y noches leyendo un libro tras otro al rumor de la alberca. Esa también es tu pintura que, al desvelar, al esclarecer, nos invita a recordar y amar. Porque tu pintura, en efecto, habla de corazón a corazón, de intimidad a intimidad. Y nada hay de caduco en ello, sino perpetuamente perenne, como la naturaleza previa a la caída, como la infancia, como la memoria que late insaciable y ajena al ruido sarcástico del mundo.

Un abrazo fuerte,

VER WEB DE LA EXPOSICIÓN.

Daniel Capó

Daniel Capó

Casado y padre de dos hijos, vivo en Mallorca, aunque he residido en muchos otros lugares. Estudié la carrera de Derecho y pensé en ser diplomático, pero me he terminado dedicando al mundo de los libros y del periodismo.

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