Qué fina es la línea que separa el horror de la vida. Lo pensaba mientras leía los estupendos artículos que Eduardo Jordá ha recopilado en su reciente libro Fuera, en la oscuridad. En uno de esos textos, Jordá rememora la obra de Osip Mandelstam y la figura de Natasha Stempel, la mujer que inspiró uno de los poemas más hermosos escritos en el siglo XX. “Para Natasha Stempel”, se titula. Stempel, que era profesora de Literatura en Vorónezh, se apiadó de los Mandelstam cuando, condenados por el régimen de Stalin, llegaron a la ciudad enfermos y señalados. En los comentarios a su versión en inglés de este poema, Christian Wiman observa que la auténtica intimidad pertenece a las almas rotas, que no son las enfermas, sino las que siguen en pie a pesar de las heridas. Stempel, coja y casi impedida, pertenecía a esa estirpe de mujeres que reciben a los muertos y que acompañan a los resucitados. Es decir, a la estirpe de esos hombres y mujeres que son vida en la muerte y luz en el horror.
Si estos versos nos han llegado, fue también gracias a ella y a la esposa de Osip, Nadiezhda Mandelstam, que los memorizaron y guardaron en su corazón, como un alimento secreto que preservara el fuego humilde de la belleza y de la verdad en un momento en que toda esperanza parecía inútil, tal era la espesura de la noche. Reflexionando sobre las dificultades a la hora de traducir a Mandelstam, Wiman se pregunta cómo pudo un hombre, aplastado por las circunstancias, “mantenerse vivo con tanta firmeza y seguridad en medio de tantas muertes –incluida la suya propia–”. No lo sabemos, aunque quizás podamos intuirlo. Bajo la nieve, Mandelstam recorría los campos helados y las calles vacías de Vorónezh, perseguido por los perros, componiendo de memoria unos versos que no podía transcribir –no tenía lápiz ni papel, y además su vida y la de su familia dependían de su silencio–, sino sólo cantar, privadamente y en secreto, hasta que le llegara la muerte. Él mismo dijo que sólo sabía cantar y morir, y que no comprendía los motivos que le impulsaban a seguir viviendo, pues en cada instante sentía el sabor de la muerte, su inmediata posibilidad, su certeza.
El “anti carpe diem”, lo llama Wiman: en el principio está ya el final, que diría T. S. Eliot. Mandelstam no podía salvarse solo, nadie puede. Fue la verdad del mundo reflejada en un puñado de almas nobles; fue el valor de su mujer Nadiezhda y de Natasha Stempel; fue la conciencia de la verdad que se esconde en un hilo de luz, en la sombra de un árbol, en la rugosidad de la tierra, en el ritmo y en la respiración de los poemas –que daban vueltas en su cabeza día y noche, como una danza de ángeles y demonios–. Fue eso, sí, y la esperanza que se niega a desaparecer, incluso cuando ya no quedan asideros, porque el hombre sabe que él mismo es esperanza: carne de fruto y no carne de ceniza. Mandelstam murió, pero no su voz ni sus palabras. Sus poemas nos acompañan hoy y nos siguen hablando en un idioma extraño, pero que de inmediato reconocemos como universal. Un idioma que pertenece al hombre y no a sus enemigos. Por muy poderosos que sean.
0 comentarios