La lectura del Génesis relaciona la caída de nuestros primeros padres con el fruto de un árbol prohibido. «No moriréis de muerte –leemos en la Septuaginta–, pues sabía Dios que el día en que comiereis de él se abrirían vuestros ojos y seríais como dioses, conociendo el bien y el mal». Y la mujer comió de ese árbol y luego el hombre y, a continuación, fueron expulsados del Edén y empezó la larga senda de la humanidad perdida, lo que hoy llamamos Historia.
En realidad, la Biblia no dice que fuera un castigo sino una consecuencia. Con el fruto prohibido surgió también la civilización, el lenguaje metafórico, el ansia y el anhelo de conocer. En su monumental libro sobre el Génesis, Leon R. Kass, profesor de Bioética en la Universidad de Chicago, coincide con Yuval Levin en que, al pecar, el hombre se hizo en efecto como los dioses y su mirada se abrió a la realidad: «El hombre no murió inmediatamente -sostiene Levin-, pero lo hará y ahora lo sabe. La conciencia de la muerte ha entrado en su vida y los ojos del hombre se han abierto mostrándole su debilidad». Se trata de una interpretación plausible, en la cual asoma el abismo que también nos constituye. El conocimiento nos acerca a los dioses, aunque plantea asimismo nuevos interrogantes y esboza el perfil del miedo y del terror, ese gran enigma del sentido de la vida.
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