Después que Moisés y el pueblo de Israel cruzaran el mar Rojo, no quedó en la arena ni rastro de sus huellas, leemos en el salmo 77. ¿Fue olvido o un acto deliberado, persecución implacable de la historia o su reescritura sistemática? La respuesta pertenece al misterio de esos siglos oscuros que sólo conocemos bajo forma de mito.
Sin embargo, se diría que la política actual comparte esa pasión milenaria por borrar las huellas y negar que haya sucedido lo que realmente sucedió. Del adanismo como fórmula política con Zapatero hemos pasado al cultivo continuo de los marcos emocionales, con puntas de histerismo, sin que la verdad cuente ya mucho. La técnica de la evidencia ha servido también para dotar de algún apoyo numérico a lo que son en su mayoría prejuicios ideológicos o pensamientos sin raíces ni altura. Borrar las huellas sirve para defender hoy exactamente lo contrario que ayer, con todo el descaro y sin vergüenza alguna. Ya ni siquiera los datos –esos fósiles de la realidad– permiten desenmascarar la mentira travestida de supuesta verdad.
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