La gran pregunta de estos días es por qué Merkel ha cambiado de opinión. Hace sólo una década, Alemania se comportó como el gran halcón europeo: la potencia central que empujaba hacia la austeridad en todo el continente. Presa de los tópicos, los periodistas se apresuraron a mencionar los tics religiosos que acompañan a cualquier leyenda negra: concretamente, la severidad luterana frente a la relajación católica del sur. Así, Merkel y los países del norte venían a reivindicar una Comunidad Económica disciplinada y rigurosa, casi espartana en su desempeño económico, mientras que los PIIGS –Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España– debían purgar sus largos años de excesos. Se trataba de una narrativa fácil, de consumo autocomplaciente: buenos y malos, como siempre. ¡Qué curioso que, una vez más, fueran los pobres los que pasaran por malos! En cualquier caso, lo cierto es que la crisis se recrudeció –no sólo en lo económico y financiero, sino también en lo político– y las reformas en países como España quedaron a medio hacer. Pero las manchas en la honra de las naciones tienden a perdurar –más si responden a prejuicios seculares– y el daño sobre la construcción europea salió a la luz. Una década más tarde, la UE afronta un nuevo desafío económico sin grandes avances institucionales, sin que se hayan saneado las cuentas del sur, con el Reino Unido fuera, con fuertes fracturas sociales abiertas y con el peligroso retorno de los populismos al debate público. ¿Tenemos más o menos Europa que hace una década? Seguramente más, pero su relevancia exterior es menor. La UE en su conjunto pasa hoy por ser algo parecido a un enfermo, que en ocasiones ni siquiera apela a los socialdemócratas o a los liberales. Esto es inaudito. O, al menos, lo hubiera sido, hace apenas unos años.
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