Nos recuerda Ramón González Férriz, en su reciente ensayo La trampa del optimismo (Debate, 2020), que la única teoría política consistente de los noventa respondía al nombre de “modernización”. Era una modernidad híbrida, sin aristas especialmente punzantes y de formas más bien livianas. Ser moderno consistía en defender la globalización y el multiculturalismo, el capitalismo de masas y la protección social, una moral sexual relajada y los valores familiares. Reagan, Thatcher y Juan Pablo II empezaban a estar démodés a medida que se iba imponiendo la tercera vía propagada por la socialdemocracia anglosajona: Clinton y Blair. Lo crucial de la idea de modernización era su negativa a reconocer la carga gravitacional de la historia. Se creía, quizás ingenuamente, que la vacuna de la prosperidad inmunizaría a las sociedades democráticas del peligro de sus propios demonios. El optimismo cultural –consecuencia de la derrota del comunismo y de los efectos balsámicos de una economía en expansión– condenaba a la sinrazón del anacronismo cualquier atisbo de crítica. La modernización actuaba con la consistencia de una religión aglutinante, inmune –en aquellos años– a la amenaza de las herejías ideológicas. Los matices contaban, por supuesto, pero ofrecían un aire de familia.
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