Como era habitual entre los antiguos, al papa san Gregorio Magno le gustaba detenerse en la numerología. Hay, diríamos, un mundo que se oculta tras el eco sigiloso de los guarismos y las letras. El número siete –explica Dom Nault- le fascinaba especialmente: hay siete vicios y siete virtudes, siete dones del Espíritu Santo y siete bienaventuranzas. Como sorteando una arquitectura laberíntica, el pontífice romano localizaba pasadizos secretos que conectaban una estancia con otra. Sabía que los símbolos dicen siempre más de lo que dicen, ya sea por su valor alegórico o por el matiz que sugiere una imagen, por las emociones que suscitan o por su riqueza expresiva. Como monje, san Gregorio conocía bien la tradición del desierto y sus tentaciones. Una de ellas, la más conocida, es la acedia, el demonio del descuido, que san Gregorio traduciría como “tristeza”; aunque quizás fuera mejor decir “tristia”: las tristezas, así en plural, como los poemas de Ovidio.
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