Cuando tenía siete u ocho años, mi madre me llevó a una librería de Palma llamada Jaume de Montsó. Allí compré mi primer libro. El primero, al menos, que yo recuerde. El primero que elegí y que no era manifiestamente infantil, es decir, ni Los Cinco ni Julio Verne ni los cómics de Spiderman o del Jabato. Compré el Diccionario de mitología mundial de la editorial Edaf, con sus “santos” en blanco y negro, como correspondía a los libros de bolsillo de aquella época. Hablo de épocas porque, aunque sólo hayan pasado unas décadas –serían los primeros ochenta–, me parecen siglos. Al igual que sucede ahora, las librerías eran lugares donde se traficaba con la santidad, donde se vendían objetos raros y valiosos que no podías encontrar en casi ninguna otra plaza. Faltos de una buena red de bibliotecas públicas y de los actuales proveedores tecnológicos –Amazon, por ejemplo–, las librerías ejercían así una labor sagrada. En efecto, había algo sacerdotal en aquellos libreros, verdaderos mentores de una religión secreta. Sin Internet, la memoria suplía la ausencia de los buscadores online. La memoria y los catálogos. La memoria y el “fondo de armario” de las librerías: un fondo caótico en apariencia. Como en una gramática oculta, sólo la intimidad con el lugar te permitía llegar a descubrir sus puntos ciegos.
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