Mientras anochecía en Roma, el coro de la Capilla Sixtina entonaba una vieja antífona: “Parce, Domine, parce populo tuo”. Llovía y uno se imagina que hacía frío, porque el frío también es una prerrogativa del alma, como la esperanza. Las imágenes grises y sombrías que llegaban del Vaticano, con la plaza de San Pedro desolada y vacía, quedaban atenuadas por la música y el humo de unos pebeteros. Dos iconos presidían la escena, en la que un papa renqueante y anciano rezaba por la angustia del mundo ante esos dos restos de luz. “Parce, Domine”, repetía el coro; eran palabras del profeta Joel pronunciadas hace miles de años, una oración de súplica ante la ira o el abandono de Dios: “Perdona, oh Señor, perdona a tu pueblo: no estés airado para siempre con nosotros”. En la ciudad, con los portales cerrados, resonaban con furia las sirenas de las ambulancias. Llovía ceniza, que es como decir llovía muerte.
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