“La lectura es un ejercicio físico devastador”, nos advierte José Andrés Rojo en su reciente libro Las diabluras del lápiz, un breve y apasionado alegato a favor de la lectura lenta. De fondo encontramos una vieja tradición inseparable del logos, dado que la inteligencia humana es primordialmente lingüística: aprendemos leyendo, pensamos con palabras, fragmentos de memoria, números y notas musicales, experiencias que verbalizamos, relatos que dotan de sentido o sugieren modelos. El uso de la glosa, del escolio a pie de página o en el margen, nos habla de un mundo mucho más amplio que el nuestro y de un anhelo por vivir en esos ámbitos y por dialogar con esas ideas. El lápiz también traza el rumbo de nuestro camino. Aquello que nos interesó en su momento –una frase, una imagen, el entrelazado de unas vivencias o de unos sentimientos– puede dejar de hacerlo al cabo de unos años, cuando se afronte la relectura de ese libro. Hay algo casi vergonzante en el hecho de volver a un libro anotado quién sabe si en la adolescencia o en nuestra primera juventud, al comprobar que ya no somos aquel que fuimos. O, por el contrario, al sorprendernos de que eso que ahora nos interesa también nos interesaba en aquel entonces, aunque lo hubiésemos olvidado durante años. El lápiz, el subrayado, actúa como un espejo de nuestro rostro, como una fotografía de la conciencia individual.
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