La historia se alimenta de símbolos y de imágenes; también de palabras, mitos y relatos. Los hay dotados de fuerza icónica; otros, en cambio, resultan sombríos hasta rozar la infamia. Algún día, por ejemplo, los historiadores del futuro juzgarán con dureza la frivolidad de un gobierno que confundió la dignidad con el activismo y que se dedicó a azuzar la participación en las manifestaciones del 8-M, en lugar de exigir a la ciudadanía responsabilidad y prudencia. Ya habrá tiempo de hablar de ello antes de que el olvido –como una damnatio memoriae– caiga sobre una clase política que en su conjunto se ha mostrado incapaz y efébica, es decir, infantilizada hasta niveles que ni podíamos imaginar a pesar de tantas advertencias acumuladas. Pecamos de ceguera porque el hombre necesita creer: lo anhela de forma incesante, en contra de toda evidencia. Fue Marc Bloch quien ya advirtió de que el fracaso social responde siempre a errores de inteligencia, a marcos cognitivos claramente fallidos. Hay algo trágico en el modo en que las sociedades persiguen obstinadas su autodestrucción. Por supuesto no siempre, sólo a veces. Ahora, pongamos por caso.
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