“Todos somos un poco ateos –me dijo hace dos veranos el escritor abulense José Jiménez Lozano–, pero ya sabe usted que en las grandes familias del siglo XVII se cuidaban muy bien de que la primera religión de los cocineros hubiera sido católica, no fuera que las salsas no salieran bien por falta de optimismo vital”. En aquellos días brillaba la luz intensa de finales de agosto, cuando empieza a anunciarse –todavía un poco a lo lejos– la llegada del otoño. El aire era un poco más frío de lo habitual, como si el tiempo quisiera hacernos compañía. Ahora pienso que, con sus palabras, Jiménez Lozano me animaba a pensar en el otoño como en la estación de los proyectos. Por muy mal que se pusiera el mundo, por muy acelerada que fuera la destrucción de ese humus cultural que llamamos Europa, el hombre no puede renunciar a esa auténtica pietas que es la memoria y la celebración de la dicha compartida y de la esperanza.
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