En su homenaje a Winston Churchill, el historiador John Lukacs observó que, con su determinación en la II Guerra Mundial, el premier británico había logrado preservar durante medio siglo más el esplendor de la civilización burguesa. De 1945 a 1995, ese periodo dorado que algunos consideran uno de los más altos logros de la humanidad, Europa occidental gozó del raro privilegio de una paz que, tras la caída del comunismo, se creyó perpetua. A lo largo de unas pocas décadas se pensó que era posible conjugar unos niveles de libertad, prosperidad e igualdad jamás conocidos anteriormente. El continente, ensangrentado en las dos guerras mundiales, vivía en paz consigo mismo, confiado en un futuro que sólo podía ir a mejor. Se puso en marcha la moneda única y se eliminaron las fronteras. El programa Erasmus facilitaba los matrimonios internacionales y se empezaron a coordinar proyectos industriales, científicos y militares a una escala desconocida hasta el momento. Cincuenta años más de civilización –quizás fueron sesenta– que terminaron en un durísimo choque con la realidad en 2008; aunque ese año realmente fue el final de una escalada de tensiones que llevaban acumulándose hacía tiempo, hasta que el estallido se hizo inevitable.
El día más triste


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