A lo largo de su pontificado, Benedicto XVI insistió una y otra vez en el doble asidero de la santidad y la belleza. Si la existencia de Dios exigiese una prueba, alegaba, habría que buscarla más en la vida lograda de los santos y en la calidad trascendente del arte cristiano que en las viejas vías tomistas o en el conocido argumento ontológico de San Anselmo. Paradójicamente, también el nihilismo –pienso ahora en la figura de Emil Cioran– utilizará un razonamiento similar. Así, para el filósofo rumano la música de Bach constituye la prueba última de Dios, su mejor línea de defensa. Lo importante aquí, sin embargo, es el punto de intersección que planteaba Ratzinger entre la santidad y la belleza, que encontraríamos en la encarnación. Dicho de otro modo, tanto la vida como el arte cristianos se alejan inicialmente de la abstracción para volverse concretos, humanos, reales.
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