Desde que llegó hace ya años a las páginas de opinión de The New York Times, David Brooks se ha convertido en uno de los columnistas conservadores más leídos en los Estados Unidos. Moderno y moderado a la vez, atento siempre a las últimas tendencias sociológicas y neurocientíficas, Brooks ha cultivado una imagen de conservador con matices, muy del gusto de los demócratas y de las clases altas urbanas, lejos del histrionismo habitual en las guerras culturales que dividen el país.
Educado en la Universidad de Chicago, izquierdista en su juventud y posteriormente convertido al conservadurismo por el mítico editor y ensayista estadounidense William F. Buckley Jr., Brooks ha ido trazando a su alrededor un nítido perfil de pensador interesado en la crisis moral y cultural de la sociedad y en su vínculo con nuestra comprensión de la naturaleza humana.
En El animal social, uno de sus libros más elogiados (reseñado en Nueva Revista) abogaba por dejar de lado ciertas patologías del pensamiento liberal –el individualismo extremo y la destrucción de instituciones mediadoras como la familia–, mientras reivindicaba la urgencia de la comunidad, los ritos, la estructura y el orden. Son las virtudes burguesas del autocontrol, la disciplina, la austeridad y la cohesión social –tan bellamente definidas por Deirdre McCloskey en Las virtudes burguesas. Ética para la era del comercio–, cuyo éxito paradójicamente habría repuntado al extremarse una especie de proceso que amenaza con disolver la arquitectura de valores occidentales.
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