En una entrevista concedida al periódico El País este pasado fin de semana, Felipe González alertaba sobre el final del capitalismo: “La sostenibilidad de este modelo económico va a fracasar. Las sociedades no soportarán una nueva crisis”. El pesimismo histórico es una constante de la que no se salva la modernidad. Los sistemas ideológicos caen, la esperanza se oscurece, la sospecha y el rencor emponzoñan los vínculos personales. A principios de los noventa, tras la caída del comunismo, se dio por definitivo el triunfo del paradigma liberal: tanto el conservadurismo como el socialismo se daban por definitivamente superados. Hoy han regresado, no necesariamente como un peligro sino como interrogantes que ponen en duda las bases del pensamiento dominante. El conservadurismo, por ejemplo, se plantea si una sociedad sin instituciones mediadoras fuertes –la familia, los credos religiosos, la escuela, los ritos y las virtudes tradicionales– puede sobrevivir en medio del recio oleaje del relativismo. La crítica conservadora es básicamente cultural. La izquierda, en cambio, subraya la perspectiva de clase, el abismo socioeconómico que se abre entre los triunfadores de la globalización y el resto de los ciudadanos. Son sensibilidades distintas, pero no necesariamente contradictorias. El conservador puede reivindicar la estabilidad que aportaba la socialdemocracia en su formulación clásica. El socialdemócrata intuye que, en su éxito durante la posguerra, se hallaba el humus las virtudes burguesas.
Si el atentado de las Torres Gemelas –un símbolo del capitalismo– marcó el inicio del siglo XXI, la crisis financiera de 2008 abrió las puertas al final de la democracia liberal. Lo sugiero no como una certeza, sino como una posibilidad. Lo que parecía sellado se abrió, desatando fuerzas desconocidas durante años. Se diría que cada generación debe aprender de nuevo el sentido de la Historia, que no es sino la travesía por el desierto. En 2008 el capitalismo occidental empezó a dar señales de agotamiento, lo que forzó a los gobiernos a tomar medidas inauditas, como los tipos de interés negativos, la compra masiva de deuda pública por parte de los bancos centrales a través de los programas de Quantitative Easing o el rescate de sistemas financieros enteros. Una década después, su éxito ha sido relativo: suficiente para ganar tiempo y seguir empujando el cambio de modelo tecnológico, aunque incapaz de suturar las heridas sociales abiertas, incluso en naciones –como los Estados Unidos– que disfrutan estadísticamente de pleno empleo. El agotamiento moral y cultural que acompaña a una crisis de fondo todavía no entendida del todo –en parte porque la acidez del malestar corroe todo el cuerpo social– explica el pesimismo de las palabras del expresidente español: “Las sociedades no soportarán una nueva crisis”.
La próxima crisis llegará en algún momento. Lo que no sabemos es cómo se comportará la sociedad
Por supuesto, la recesión llegará en algún momento. Quizás ahora, quizás dentro de unos años. Pero no sabemos cómo se comportarán las sociedades, sólo intuirlo. La realidad es que en cualquier país actúan distintas fuerzas, muchas de ellas contradictorias y enfrentadas. La sustitución de Obama por Trump y del papa Benedicto XVI por Francisco sugiere precisamente la velocidad del péndulo, aunque también sugiere la obstinada tozudez de la realidad. Esta semana, Ray Dalio publicaba una nota alertando de que nos acercamos a una situación económica similar a la de los años 30. La Historia no se repite pero rima, como reza el viejo adagio. De ahí la importancia de permanecer atentos a sus signos y prepararse para sus posibles consecuencias. Ignoramos si el capitalismo colapsará o si podrá reinventarse. Sí sabemos en cambio que hay algo no termina de ir bien.
Como siempre, excelentes reflexiones de Daniel Capó sobre cuestiones realmente importantes. Tras la segunda guerra mundial, la convivencia entre conservadurismo (en Europa, democracia cristiana) y la socialdemocracia, fue la solución superadora del fascismo y el comunismo de entreguerras. Una solución que dio resultados excelentes. Los que tenemos padres, todavía vivos, que nacieron en el primer tercio del siglo XX sabemos, de primera mano, lo grande que ha sido el progreso, material e intelectual en las últimas siete décadas. El conservadurismo tendría, sobre el papel, un carácter más local (identidad nacional) y la socialdemocracia sería más internacionalista (ciudadanos del mundo). Con la globalización las cosas parecen haber cambiado. Muchos conservadores han abandonado los valores culturales de la democracia cristiana y han abrazado el liberalismo económico. Y muchos socialdemócratas han abandonado el internacionalismo para defender el cierre de fronteras a la mano de obra barata.
Los hijos de la élite conservadora española no estudian en colegios concertados de tradición católica, sino en colegios privados de lengua inglesa. Los conservadores de hoy, trabajan en, o para, multinacionales globales. Y son, objetivamente, beneficiarios de la globalización. Se sienten, realmente, ciudadanos del mundo. Cuánto más crezca el mundo, cuánto más asiáticos, hoy, o africanos mañana, tengan acceso al modo de vida que los europeos tenemos desde hace dos generaciones, mejor, más ganará la empresa. Estas élites prefieren ser calificadas, antes que como conservadoras, como liberales. El inmigrante no es una amenaza directa a su puesto de trabajo ni a su posición social.
Por el contrario, la consigna izquierdista por excelencia «proletarios de todos los países, uníos» ya no tiene demasiado predicamento entre los tradicionales votantes socialdemócratas. Se han vuelto conservadores de un espacio económico marcado por un territorio, el de aquella entidad política, el estado nacional, que les garantiza una calidad de vida claramente superior a la que su sueldo de mercado les permitiría, gracias a una sanidad, educación, seguridad, pública, garantizada por el estado del bienestar, gracias a los impuestos de aquellos que se ven beneficiados por la globalización, de los antiguos conservadores. Los extranjeros no son para ellos personal de servicio barato, son competencia que presiona a la baja sus salarios y atasca los servicios públicos universales de sanidad y educación.
Evidentemente este análisis adolece del simplismo que implica dividir a la población en dos categorías. Hay todos los matices y graduaciones entre ambos extremos. Hoy por hoy, diría incluso, la mayoría de la población en Europa no está estrictamente ni en el extremo del conservador convertido en liberal-internacionalista, ni en el del antiguo socialista o comunista convertido en nacionalista-proteccionista.
Pero hay una realidad que hay que afrontar. Por primera vez en la historia, el mundo es uno. En pocas horas, la inmensa mayoría de los humanos pueden, por unos cientos de euros, viajar a cualquier lugar del mundo. Y, en la práctica, quedarse a vivir allí todo el tiempo que quieran. Las mercancías siempre circularon con mayor libertad que las personas pero, desde luego, hoy más que nunca. La información es universal e instantánea. El mundo, en términos económicos, es uno y, sin embargo, sigue habiendo 7.000 millones de personas distintas, y centenares de comunidades, culturales, lingüísticas, políticas, distintas.
El gran reto de la sociedad actual, y en especial de sus élites intelectuales (que desgraciadamente no coinciden con las políticas), es aceptar esta nueva realidad.
No es fácil.