En la Navidad del año 1400 el rey de Inglaterra cenó con el emperador de Bizancio Manuel II Paleólogo. El heredero de Roma había llegado de París, en donde también había implorado ayuda al rey Carlos. Era la cristiandad reunida ante la amenaza de los turcos, que se cernía sobre la antigua Constantinopla y sobre el país de los griegos. El historiador Steven Runciman narra este episodio con una emotividad especial: “Todos en Inglaterra estaban impresionados por la dignidad de su porte y las inmaculadas vestiduras blancas que el emperador y su corte llevaban. Pero precisamente a causa de sus altos títulos, sus anfitriones e sentían inclinados a compadecerle, pues el emperador había ido como mendigo a buscar desesperadamente ayuda contra los infieles que habían sitiado su imperio”. Runciman nos muestra el nacimiento de un gran poder emergente –el otomano– y las desavenencias que imposibilitaban la unidad del mundo cristiano –venecianos contra genoveses, ingleses contra franceses, católicos contra ortodoxos, y así un largo etcétera–. De hecho, el destino de Bizancio estaba ya sellado: ningún reino dividido prevalece en el tiempo.
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