“Un paisaje es un estado del alma”, escribió Mercè Rodoreda, “aunque también podríamos decir que es el estado del alma quien crea el paisaje”. Un conservador vería con buenos ojos esta segunda afirmación. En un conocido texto de mediados del siglo pasado, el filósofo británico Michael Oakeshott describió el conservadurismo con palabras que recuerdan los trazos poéticos de una cartografía: “Ser conservador consiste en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado…”. Como buen lector de los clásicos, Oakeshott era consciente de la ambigüedad de estas palabras. La literatura, por ejemplo, nos invita a ver en lo familiar la sustancia del misterio y no sólo la concreción de unos hechos más o menos definitivos. Pensaba en estas cosas al leer –las tardes de verano son largas y el calor espeso– una reciente biografía de Edmund Burke junto al autorretrato de la novelista catalana Mercè Rodoreda.
El dublinés Edmund Burke (1729-1797) pasa por ser el gran ideólogo de un conservadurismo que no se quiere doctrinario, sino acorde a la condición humana. Al igual que sucedía con Montaigne, el apego hacia el pasado de Burke bebe de esa doble fuente que es la fragilidad de los hombres y la tentación utópica de la razón. Sabía perfectamente que nada garantiza mejor la continuidad de un Estado que el reformismo moderado y sensato, fruto de la experiencia. Sabía que las instituciones resultan cruciales para garantizar los equilibrios de poder, y que las costumbres y los hábitos virtuosos cimientan tanto la paz como la prosperidad social. Burke –observa Jesse Norman, uno de sus más brillantes exégetas– es “el ejemplo más temprano de pensador político posmoderno, el primer y mayor crítico de la modernidad y de lo que se ha venido en llamar individualismo liberal”. No porque el liberalismo le resultara molesto –pertenecía, de hecho, al ala whig del Parlamento británico–, sino porque era consciente de la necesidad de preservar los elementos mediadores en la sociedad: la familia, las iglesias, los colegios y las asociaciones civiles. Frente a la idea de una autonomía radical del hombre –o de su opuesto, la total dependencia del hombre hacia sus circunstancias–, Burke reivindicaba una visión mucho más humilde y moderada que arranca del conocimiento de la Historia y de la consecución de un delicado equilibrio entre el respeto a los derechos y la exigencia pública del deber. Por supuesto, se trata de una regla que se afina generación tras generación, que en ocasiones se desajusta y que, en ese caso, requeriría una actuación más decidida por parte del poder político, pero sólo de forma excepcional. Dicho de otro modo, el modelo burkeano reivindica los placeres lentos del parlamentarismo en lugar de la impaciencia frenética de los ingenieros sociales.
Al entender el conservadurismo como un estado del alma, Burke aplaudiría el reformismo sosegado y alertaría acerca de los peligros de la revolución; criticaría la monarquía absoluta, pero defendería la sofisticación republicana de la monarquía constitucional; favorecería el valor civilizador del estilo y la etiqueta, y no viralizaría la vulgaridad ni la tribalización cotidiana de la política, tan comunes en nuestros días. Seguramente romantizaría la familiaridad del pasado, al que dotaría de un hermoso sfumato, pero sería muy consciente de los riesgos que corremos al ceder a la idealización. Sabría, sin embargo, que nos debemos a un pacto no sólo entre clases sociales, sino también entre generaciones que exige entregar a nuestros hijos un mundo mejor del que recibimos. El conservadurismo de Burke, sostiene Norman, “no sólo cuestiona la autoimagen actual de la política y de los medios de comunicación, que nos ofrece un postmodernismo vacío en el que ya no hay verdades sino sólo diferentes relatos y narrativas al servicio del poder. En su lugar, Burke nos ofrece valores y principios que no cambian, el valor sancionador de la Historia y la autenticidad moral de aquellos que no sustituyen sus principios por el poder. Él nos entrega de nuevo el lenguaje olvidado de la política: un lenguaje de honor, lealtad, deber y sabiduría, que ningún modelo económico sabe capturar en su plenitud”. Son palabras mayores, quizás excesivas, pero que de nuevo apelan a un paisaje que responde a una familiaridad íntima. Sirve también para entender el camino recorrido desde la Transición española hasta su posterior cuestionamiento y desde el pacto entre diferentes hasta el frentismo actual. La crispación que domina el debate político alimenta esta nueva geografía al amparo de múltiples patologías de la razón: las mismas que combatió Burke a lo largo de su vida. Las ideologías incontroladas no explican la sociedad pero pueden destruirla. Hay algo aciago en ese destino que hace del pasado un arma para emponzoñar el presente en nombre de un futuro del cual sólo conocemos su rostro más amable. Al final, deslegitimar el valor de las instituciones mediadoras, celebrar la plena autonomía de las identidades, dejarse guiar por una estricta racionalidad o sentimentalizar sin matices los argumentos políticos ciega las vías naturales de progreso. A un conservador le interesa el estado del alma, porque sabe que detrás del alma de la polis se adivina también la salud y el vigor de una sociedad.
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL DEBATE DE HOY.
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