Tras las lluvias de los días anteriores, había quedado una tarde esplendorosa. Lo primero que vimos al llegar a Lancaster, Pensilvania, fue una fila kilométrica de motoristas: centenares de ellos, quizás miles, recorriendo el interior de la Costa Este de los Estados Unidos con sus Harley-Davidson y su estética de viejos roqueros. A la mañana siguiente habíamos quedado con John Laws Landis, antiguo bibliotecario del instituto menonita –luego, al conocerle, me pregunté si no estaría emparentado con el ciclista Floyd Landis, también de Lancaster, también menonita y pieza clave en la denuncia por dopaje contra Lance Armstrong, pero me callé como suelo hacer casi siempre–. Fue John un guía extraordinario, atento y culto, a través de unas tierras marcadas por el peso de la religión. Muchos en España conocimos la existencia de los amish gracias a una película de la década de los 80 protagonizada por Harrison Ford –Único testigo–, que se rodó en buena parte en este condado. Hijos de la Reforma protestante, perseguidos por los mismos protestantes, los amish son herederos de los anabaptistas suizos, al igual que los menonitas, de quienes se separarían con el tiempo, debido a controversias teológicas: la modernidad, entre ellas; es decir, la conveniencia de adaptarse más o menos rápidamente al dictado de cualquier época.
Con algún matiz, los amish decidieron permanecer anclados en la tradición. De ahí su renuencia a cambiar de estilo de vida. El Ordnung, una ley moral propia que se ha ido consolidando con el paso de los siglos, marca su día a día: el pacifismo absoluto y la autonomía frente al Estado –pueden obtener electricidad, por ejemplo, a través de placas solares pero no conectarse a la red eléctrica–, una etiqueta rígida en la vestimenta y la prohibición de realizar estudios superiores. Los niños van al colegio hasta los doce o trece años, en pequeños centros independientes de no más de treinta alumnos. La formación lógicamente es limitada y termina centrándose –más allá de la historia bíblica, los cantos religiosos, la alfabetización y la aritmética– en los trabajos manuales. Los amish viven en granjas y su economía doméstica gira en torno a tres grandes ámbitos: la explotación agraria, la mantelería y la carpintería manual –de gran éxito gracias al negocio de casas prefabricadas–. Un mundo antiguo que sirve a otro moderno, del cual en cierto modo se aprovecha dándole al mismo tiempo la espalda.
De los dieciséis a los veintiún años, momento en que se bautizan si así lo desean, los jóvenes amish son libres de explorar la vida fuera de las fronteras naturales de su fe. La mayoría decide volver con su familia y bautizarse. No conducirán coches ni disfrutarán de muchas de las ventajas de la tecnología. Pertenecerán a una sociedad pequeña que se rige por las normas de un siglo que ya no es el nuestro. Su éxito –relativo, desde luego– debería invitarnos a reflexión, sobre todo porque define los límites inherentes a un auténtico marco de libertad. Consiste precisamente en una de las riquezas del modelo político y cultural de los Estados Unidos, tan respetuoso con los credos personales. Los amish, al no asimilarse –como tampoco lo hacen en cierto modo los mormones o los homeschoolers– enriquecen el ecosistema moral de los valores, mostrándonos distintas alternativas. La suya es una vida que nos resulta ajena y extraña, dictada por una voz que ya no es –ni puede ser– la nuestra y que sólo podemos juzgar en su autenticidad como parte de un misterio que no logramos entender del todo, pero que está allí, observándonos, junto a nosotros.
Excelente artigo. Objetivo e esclarecedor. Parabéns ao autor.