El tedio de los días de verano garantiza cierta somnolencia, pero no una parálisis de las tendencias globales. España sigue sin un gobierno estable, al albur de los vientos económicos y sociales que recorren el planeta. Trump amenaza de nuevo a China con una batería de aranceles: una especie de línea Maginot que atenúe el déficit comercial americano. Boris Johnson no duda en lanzar sus bravatas contra la Unión Europea, cuando debería saber que para un conservador evitar las revoluciones –y, por supuesto, el Brexit es una revolución– resulta tan importante como cultivar las virtudes y mejorar las costumbres y las instituciones. Se diría que vivimos en una época definida por la irresponsabilidad, pero no es exactamente eso: nadie sale incólume de un tiempo definido por cambios tan acelerados y profundos. Se transforman los valores y las creencias, la estructura familiar y la relación laboral con las empresas, la tecnología y el medio ambiente. Todo ello se detecta en las novedades editoriales y en lo que Peter Thiel ha denominado “propaganda Google”: continuamente nos hallamos al borde de un enorme salto evolutivo, sea la inmortalidad, la cura definitiva del cáncer, el “Homo deus”, la vida sintética o la inteligencia artificial. Hay un eco narcisista en el modo en que la modernidad se contempla a sí misma, como la madrastra del cuento de Blancanieves ante su espejo. Pero no es sólo eso, claro está.
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