En uno de sus versos más conocidos, el poeta fray Luis de León habla de la belleza de una “luz no usada”, una luz virgen que refleja –a través de colores, palabras o sonidos nuevos– esa otra luz primigenia a la que aspira el arte. Por supuesto, como sabían los platónicos, toda novedad constituye a la vez una reminiscencia de algo más hondo e íntimo que de algún modo habíamos olvidado bajo el lastre de una atención descuidada. La atención “responde a la virtud de la humildad”, escribió Simone Weil y, en realidad, no puede ser de otro modo. La atención une lo que ya conocemos con lo que antes no conocíamos y ahora se nos aparece prístino y puro, con rasgos inauditos. El gran historiador del arte Bernard Berenson se referirá a finales de los años 40 a este raro equilibrio con los términos “ver y saber” en un librito del mismo título que acaba de publicar entre nosotros la editorial Elba. “Las artes visuales –señala– son un compromiso entre lo que vemos y lo que sabemos”. El pintor, al mirar la naturaleza, la interpreta: la sublima o la condena, es fiel a su realidad o la eleva –como hacía Velázquez–, subraya una de sus capas o las desvela una a una. Pero para ello hace falta también saber: conocer cuáles son las convenciones propias de la cultura –“todo lo que somos y hacemos no es más que una serie de convenciones permanentes o sucesivas”–, vislumbrar esa luz usada que aspira a dejar de serlo, como quien embellece un símbolo antiguo. “Sólo quienes no han intentado jamás pintar o escribir –observa Berenson– ignoran el tormento que supone comunicar a los demás lo que uno quiere representar o decir. Y la dicha de la creación artística surge cuando albergamos la leve esperanza de haber encontrado la clave, el símbolo, la forma o el trazo genérico, el jeroglífico, la convención, en definitiva, adecuada”. Lo podríamos llamar también el paso de una luz usada a otra no usada: lo viejo y gastado renace entonces como una realidad mucho más verdadera que antes.
Dos son los campos que aúnan el ver y el saber a lo largo de la historia: el desnudo y el paisaje. Ambos requirieron siglos, milenios más bien, para desarrollarse plenamente y alcanzar su gran esplendor. Ambos, como consecuencia del ataque atroz de las vanguardias y de las distintas ideologías artísticas que se han propuesto desnaturalizar el canon de belleza occidental, sufren un particular agotamiento. El arte actual –no sólo la pintura– se alimenta de tradiciones que nos son ajenas, hasta el punto de que apenas podemos reconocernos en ellas. No vemos porque no sabemos mirar y esto se debe, en gran medida, a que nosotros –hijos de Grecia y de Roma– realmente nos enfrentamos a una luz no usada que se empeña en socavar la realidad para ceder al misterio de los instintos. “Hoy en día –insiste Berenson– lo único que interesa al artista es lo que no se puede representar de forma visible”.
Concurre además otro factor, quizá inconcebible hace un siglo, pero que ahora ya no lo es: la ruptura definitiva con la tradición impulsada por los poderes públicos y sus instituciones. El desconocimiento de la historia del pensamiento, la literatura, el arte y la música; su más que esquemática transmisión en las escuelas; la transformación de la alta cultura en poco más que un estimulante pop de la industria turística: todo ello desmorona nuestra confianza en el saber de los clásicos y en su valor para el mundo de hoy. Somos –deberíamos ser– historia que se proyecta en el futuro, aunque nos empeñemos en negarlo.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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