El lenguaje viste la realidad. Se diría que la disfraza y enmascara, la ilumina y cincela. El novelista alemán Martin Mosebach nos invita en Der Ultramontane a fijarnos en una palabra antigua, casi en desuso, que remite a un pasado incomprensible para la sensibilidad moderna: ultramontano es lo que se sitúa más allá de las montañas, más allá de las murallas naturales que conforman los Alpes y los Pirineos a ojos de la Europa central. Roma y España, en definitiva. Esto es, el desdén por el atraso católico frente a las luces de la Razón y al nacionalismo prusiano. El ultramontano se caracterizaba por su adhesión a una persona singular –el papa– en lugar de rendir pleitesía a una ideología, un partido o una facción. Por lo tanto, el ultramontano puede ser monárquico, pero no nacionalista; puede desear el regreso del emperador –como imploraba Joseph Roth en sus novelas–, pero no el triunfo de cualquier utopía política. “El ultramontano –escribe Mosebach– sostiene que la sociedad no tiene la última palabra en cuestiones de derechos, justicia y moralidad. No le reconoce el poder de generar su propia legitimidad, ya que la sociedad no puede constituirse como un sistema meramente hermético y autorreferencial. El ultramontanismo representa el mayor rechazo al totalitarismo”.
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