Preguntado acerca de la muerte, el escritor francés Léon Bloy respondió que sentía una inmensa curiosidad. Ante esta misma cuestión, suscitada por la enfermedad, el filósofo Gabriel Amengual contesta que lo que él siente es una inmensa gratitud. Son palabras que sólo pueden surgir de la confianza, es decir, de una intimidad que se adhiere como un don a la vida ante la realidad insoslayable de la muerte. «La vida mana –escribe el autor mallorquín en su reciente opúsculo L’experiència de la malaltia–. ¿Sempre? ¡Sempre!». Hay algo sobrecogedor en esta convicción que se erige contra los cimientos de la razón, pero no contra la experiencia humana. Se diría que la vida –nuestra vida– perdura porque ni siquiera la muerte puede destruir ese don que es el amor. «Amo, luego existo», ha afirmado un pensador contemporáneo tan perspicaz como el obispo ortodoxo de Pérgamo Juan Zizioulas, subrayando el verdadero rostro antropológico del ser humano: su condición radical de hijo y, por tanto, de criatura necesitada, dependiente –por así decirlo– de un amor anterior que nos forma y nos modela. «En la relació personal –explica Amengual– és evident que ningú es dona la vida a ell mateix, sinó que la rep; un es pot donar la mort, però no el naixement; és un do; el do primer i primari, el més bàsic, a partir del qual són possibles tots els altres dons, tot l’itinerari de fer-se i formar-se, tota la trajectòria vital, tot l’intercanvi de rebre i donar». Son palabras que ofrecen consuelo porque iluminan el sentido de esta primacía sobre la muerte: así como recibimos, también entregamos y, en esa entrega, se preserva nuestra vida: en forma de recuerdo y de memoria, en forma de amor y de generosidad, en forma de amistad y de gratitud. Es una vida que persiste porque ilumina a los demás y no porque se crea foco de sí misma. Nadie, diríamos, es luz de su propia existencia.
El otro gran centro de este libro sobre la enfermedad y la muerte es la carne. Walter Benjamin decía que precisamente a través de las pequeñas grietas de la realidad es por donde penetra la luz. En este sentido, la carne refleja nuestra dignidad en un doble sentido de belleza y de fragilidad. A través de ella percibimos lo noble y lo mezquino, lo sublime y lo vulgar, la fuerza y la debilidad. En ella somos vida y muerte, pero también gracias a ella aprendemos a trascendernos a nosotros mismos. «L’experiència –observa Amengual refiriéndose a su enfermedad– fou de recolzar-me en els altres: la feblesa no s’aguanta sola, necessita l’acompanyament i l’ajuda, amabilitat i afecte». Necesita, por tanto, de la gratuidad que define al hombre y lo justifica frente al egoísmo quien es incapaz de reconocer a su prójimo ni acepta al diferente. La esperanza humana se reafirma a partir de esta experiencia de la debilidad, de esa certeza –casi metafísica– que nos asegura que no estamos solos, sino que, junto a la carne –también la carne caída, rota por el dolor y el sufrimiento- se encuentra el consuelo. Y de ese consuelo surge una nueva realidad que transforma tanto al que da como al que recibe. Es la luz del amor que le niega a la muerte su último reducto. Esa es también la luz más noble de la vida, el sentimiento más hondo y puro de la humanidad.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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