Después del aciago mandato de George W. Bush, Obama irrumpió en el firmamento de la política estadounidense como un cometa que cruza el cielo. El siglo XXI se había iniciado un 11 de septiembre recordándonos que la Historia no terminó con la caída del Telón de Acero, sino que seguía alimentándose de nuestros miedos y contradicciones, así como de nuestras pasiones y anhelos. Tras el atentado en las Torres Gemelas se sucedieron dos guerras, las primeras divisiones en la alianza occidental, el surgimiento del islamismo radical y la mayor crisis financiera del capitalismo desde el crack de 1929. Poco quedaba ya del optimismo de la década de los noventa, definida por una confianza casi absoluta en el despliegue de la democracia liberal y en un progreso lineal sin zigzags ni retrocesos significativos. Los EEUU que dejaba Bush, en cambio, eran una nación dividida culturalmente, con una creciente fractura social, rota en lo económico y con una política exterior fallida. En aquel contexto, Barack Obama supuso un soplo de aire fresco que anunciaba la puesta al día de la democracia estadounidense y el retorno a las bondades persuasivas del soft power –según el término acuñado por el politólogo Joseph Nye–, frente a las limitaciones obvias del “poder duro” preconizado por los halcones de la administración republicana. A su favor contaba con el cambio generacional, su lucidez intelectual y el valor añadido de ser el primer presidente afroamericano de su país. Muy pronto descubriría, sin embargo, que el mundo es como es y no como nos gustaría que fuera.
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