A finales de los años 70, en su ensayo El poder de los sin poder, Václav Havel describió el totalitarismo comunista como una perversa geografía: un paisaje moral devastado que poco a poco se enseñorea de la sociedad hasta confundir la verdad con la mentira, la realidad con los espejismos. No es preciso que todos y cada uno de los ciudadanos crean en esa mentira, pero sí que se sometan a ella, que no se opongan ni se atrevan a denunciarla. Como nos recuerda Allan Bloom en su libro sobre Shakespeare y el poder, lo crucial es que esa atmósfera compartida –el “panorama cotidiano del pueblo”, por utilizar la terminología de Havel– termine por modelar la conciencia de cada individuo. Se diría –como reza un conocido adagio clásico– que la fe que profesamos en los rituales públicos acaba configurando nuestra fe privada, de forma directa o indirecta, por aceptación o por rechazo.
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