En la vida pública española existen todavía espacios para la reflexión alejados del ruido mediático y de la lucha partidista. Un buen ejemplo de uno de estos lugares lo constituye el reciente libro que Antonio Garrigues Walker –con la estrecha colaboración de Antonio G. Maldonado– acaba de publicar en la editorial Deusto: Manual para vivir en la era de la incertidumbre. La inconsistencia de las sociedades líquidas, carentes de anclajes sólidos, se traduce en un tipo determinado de desasosiego que evita mirar de frente a la realidad. «Urge recuperar el prestigio de nuestra realidad», insiste en las páginas de esta obra el ilustre jurista madrileño, consciente del elemento gaseoso y volátil que prende con demasiada facilidad en nuestras emociones. Importa poco si nuestra mirada se fija en el pasado o si la reservamos para un futuro utópico, la clave de nuestro malestar reside en una especie de odio funesto hacia todo aquello que nos configura y nos limita. Recuperar el prestigio de la realidad significa volver a asumir que la imperfección nos hace humanos y que el deseo de mejorar nos enaltece. «Se trata en gran medida –escribe Garrigues Walker– de devolver la autoestima al ciudadano, de hacerle creer de nuevo en las posibilidades de su propia autonomía. Ese es el gran logro de Occidente y la base de la democracia liberal, hoy en cuestión frente a modelos represivos pero económicamente eficaces en el corto plazo».
Por supuesto, esto no excluye que prestemos atención a las razones del populismo. A derecha y a izquierda del espectro ideológico, las retóricas populistas encienden el debate público, aunque también se hacen eco de angustias y miedos reales que haríamos mal en ignorar. Vivimos en el mejor de los mundos conocidos –nos recuerda Hans Rosling en Factfulness–, pero es obvio que se trata también de un mundo deteriorado que alimenta una espiral de incertidumbres. Toda revolución industrial –como la de hoy en día, basada en las tecnologías de la información y en la robótica– crea su proletariado. Zygmunt Baumann hablaba de un nuevo “detritus humano” caracterizado por su obsolescencia: hay ciudadanos, profesiones, oficios que de repente dejan de ser productivos para el sistema. Un historiador materialista como Yuval Harari se mueve en un marco semejante al analizar los riesgos que presenta el futuro. Si la democracia apela –casi por definición– a la igualdad, la dinámica económica y la tecnología evolucionan en la dirección opuesta. Y ello nos conduce forzosamente a la necesidad de reformular el pacto social y a hacerlo con inteligencia y con cierto atrevimiento. «Y ese nuevo contrato social –sostiene Garrigues– pasa por una mejor y mayor redistribución de la riqueza», eliminando lo que no funciona, recuperando la conciencia de los deberes –y no sólo de los derechos–, enlazando la libertad con la equidad. Sabemos que los problemas actuales no son los del pasado, como tampoco las necesidades ni los retos. Del desafío que nos plantea la irrupción china en los mercados mundiales al cambio climático, de los efectos de la pobreza infantil al precio de la vivienda, de la escasez de trabajo cualificado al envejecimiento demográfico y al excesivo endeudamiento, Europa requiere imaginación, realismo y voluntad de recuperar la autoestima. Temas de los que apenas se habla en el debate político y menos aún en campaña. Temas, sin embargo, que exigen una reflexión urgente si no queremos seguir alimentando el resentimiento social ni poner en peligro la solidez de la democracia liberal.
Articulo publicado en Diario de Mallorca el 22 de marzo de 2019.
Estimado Sr. Capó:
Quizá sea que la democracia no apela a la igualdad, ni en su griega fundación ni en su moribundez occidental. Antes bien apela a la energía del demos. Cuando esta formidable dinamo se sobrecarga, el demócrata padece el miedo de su propia imagen multiplicada y busca aliviaderos en los debilitados muros de contención, pero es demasiado tarde. El demos, por su naturaleza de mole, acusa terribles inercias, y sus embestidas amenazan con derribar las defensas, las leyes que sustancian el Estado de Derecho. Leviatán lo sabe, y lanza a sus esbirros a la calle con instrucciones claras de vocear los propios males como intervenciones del Maligno, y de ofrecer brutales remedios. El populismo es la naturaleza de la democracia, no un agente externo. La mediocritas, el término medio ecuménico y estadístico, el altar de inmolación pública. Pues la democracia exige sacrificios, más no tanto en términos de cesiones pro convivencia sino como en sangre vertida y escamoteada a la vista del votante, ese mero espectro estadístico al que Leviatán llama ciudadano, a sabiendas de que con ello le presta una máscara de dignidad (una cuota que le hurta el mérito de la persona); un hueso lanzado a un perro, pues la dignidad no es moneda que el Estado pueda acuñar.
La Historia reciente muestra que el futuro que sigue a toda hinchazón del demos es la asfixia por sobredosis. Confiemos, siendo escépticos, en que un muro más firme sujete la avalancha.
Con afecto,
José A. Martínez Climent