Nada ha salido como se preveía. Cuando Pedro Sánchez nombró su primer gobierno, enseguida se habló del jogo bonito de un equipo de ministros estelar frente al tosco catenaccio que se reprochaba a Rajoy. Llegaba la alegría, la diversión, una nueva meritocracia ajena a las servidumbres partidistas y llamada a modernizar el país después de unos años de pretendido oscurantismo. Se anunciaba la esperada pacificación de Cataluña, la reversión de los recortes sociales y la mejora de unas instituciones debilitadas por la aluminosis de la corrupción masiva y el azote retórico de los populistas. Muy pronto, sin embargo, se descubrió que los hechos no respondían exactamente a las expectativas. La fragilidad parlamentaria se traducía en un rompecabezas de encaje imposible; la elección de algunos de los ministros se demostró manifiestamente mejorable; el diálogo con la Generalitat se atascó tan pronto como se pudo comprobar la cerrazón demagógica que rige en Waterloo; y las continuas cortinas de humo ideológicas que se lanzaban no hacían sino irritar a una parte de la ciudadanía necesitada de estabilidad y sosiego más que de interminables guerras culturales.
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