El caldo humeante de la sopa nos recuerda que el sentido de los ritos es fijar en la memoria un estigma de felicidad
Hace frío en la sierra, pero al menos no llueve ni la niebla espesa ha caído sobre esta pequeña aldea en la que celebramos la Nochevieja todos los inviernos. Se cumplen años con la misma precisión con que el campanario da las horas, antes de que la iglesia cierre también sus puertas y las campanas dejen de tañer para un mundo que se ha quedado sin creyentes. Se diría que la persistencia de la piedra no es suficiente para preservar la luz de los hogares. «Privada de nadie a quien agradar –escribió el poeta Philip Larkin–, la casa se marchita, / sin ánimo para superar esa ausencia». Sé lo que me voy a encontrar cuando, antes de la cena, salga a pasear por estas calles vacías, todavía encaladas de un blanco desconchado, que se resiste a desaparecer. La memoria reclama vivir ante mí, pero sé que sólo la imaginación puede suplir lo que no he conocido. Nunca he visto corretear a los niños por estas calles, ni el colegio lleno de alumnos, ni los muros firmes y recién enjalbegados. Nunca he sido niño aquí ni he conocido la crudeza rústica del campo, que conjuga el cuidado de las rosas con la matanza del cerdo. Unas pocas voces nos recuerdan que este lugar fue habitado hace años, cuando los jabalíes no recorrían sus calles. Al lado de casa, un cansino karaoke alegra la noche a los viejos del lugar, mientras apuran las últimas cervezas en el bar. Tres jóvenes lían un porro, medio a hurtadillas, en una esquina de la plaza. Como nosotros, ellos tampoco son de aquí, sino sus padres o sus abuelos, si todavía viven. Al verme salir, desconfían de mí y se ocultan aún más bajo el porche. Yo me alejo, buscando una luz determinada que alumbra junto al riachuelo: una luz blanca y gastada, que parece esperarme.
Este lugar es tan humilde que ni siquiera el arte le ha brindado una escultura, un templo, un retablo que visitar. En su historia no encontraremos las ruinas de un monasterio mozárabe, la mención de un escritor o un palacio barroco. Sí la naturaleza, a medio cultivar, como corresponde a la serranía. Fue –y es– un lugar destinado a la vieja dama pobreza y halla toda su dignidad en esa ausencia de linaje. Y por ello resiste mejor el paso del tiempo que la aparente riqueza de este mundo, ostentoso y pagado de sí mismo. Se ha hecho tarde. Mis hijos y sobrinos terminan de bañarse y se preparan para la última cena del año. A falta de leña, unas velas iluminan la sala. Su titilar nos recuerda la fragilidad de la belleza y del consuelo, lo cerca que estamos siempre del final. «Deberíamos cuidar / unos de otros, deberíamos mostrar amabilidad / mientras aún sea posible», escribió también Larkin. Dejo el abrigo y la bufanda y me apresuro a poner a punto la mesa. El caldo humeante de la sopa nos recuerda que el sentido de los ritos es fijar en la memoria un estigma de felicidad. Mañana será otro día y volverán a abrir las panaderías, las bibliotecas, los aeropuertos, las oficinas y los despachos. Se dirá que Internet nunca duerme y así es. La tecnología lo preserva todo menos lo esencial: ese suave desgaste del tiempo sobre nosotros.
Artículo publicado en Diario de Mallorca.
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